miércoles, 22 de febrero de 2012

Tragedias en el mar

Los dominios de Neptuno guardan historias de luto desde tiempos inmemoriales. La más famosa es la del Titanic. Una jugarreta del destino ha querido que este año en que se conmemora un centenario del hundimiento de ese buque británico, se teja otro drama que ha llamado la atención mundial: el naufragio del Costa Concordia italiano, frente a la isla del Giglio.

Ha pasado un mes de la tragedia que deja 17 muertos y más de una decena de desaparecidos, y las respuestas comienzan a emerger. El ancla de las acusaciones cae en el capitán Francesco Schettino, mientras la nave de lujo se sumerge en el Mediterráneo. Lo sucedido lleva también a preguntarse por el destino de otros navíos atrapados en las profundidades del mar, sea por guerras, el clima, las marejadas, los errores tecnológicos o las imprudencias humanas.

Valor vs cobardía

El Costa Concordia era un crucero de lujo, al igual que el transatlántico RMS Titanic en su época, aunque mayor en dimensiones: un monstruo de 17 pisos, 114.500 toneladas, capaz de albergar a 3.780 pasajeros y 1.100 miembros de la tripulación; en cambio, su centenario antecesor tenía 40 mil toneladas y podía transportar a 3.587 personas a bordo, entre pasajeros y tripulantes.

El crucero chocó el reciente 13 de enero contra un escollo que le abrió un agujero de 70 metros en el casco, lo que lo dejó a merced del agua; el otro fue herido de muerte el 15 de abril de 1912 por un iceberg que le perforó las placas de estribor en la profundidad: seis brechas de 100 metros que lo hundieron en dos horas y 40 minutos, con el saldo de 1.513 fallecidos y 711 supervivientes.

El capitán del Titanic, Edward John Smith, se fue a las entrañas del Atlántico con su bajel; el del Costa Concordia tardó en dar la alerta de lo que se venía, tras haber acercado tanto la embarcación a la isla del Giglio para saludar con la sirena a sus habitantes, como un “regalo” a su jefe de camareros, y no se quedó a bordo para evacuar a los 4.234 cupantes; prefirió ver el terrible espectáculo desde tierra firme. 

Los naufragios son moneda corriente desde que los océanos fueron dominados por los fenicios, los vikingos, los piratas. Los antiguos griegos y romanos que sobrevivían a estos infortunios, los representaban en un cuadro que colgaba de sus cuellos y dejaban sus atavíos húmedos en uno de los templos de Neptuno, el dios de los mares. Además, se cortaban el cabello y lo entregaban a las aguas a manera de sacrificio.

Uno de los desastres marítimos que sobresale por su mensaje de valentía involucra a la fragata inglesa HMS Birkenhead, que se fue a pique el 26 de febrero de 1852 en territorio sudafricano, tras colisionar contra un peñasco que no figuraba en los mapas. Ante la insuficiencia de lanchas para los 643 viajeros, los soldados y oficiales del 73 Regimiento de Infantería dieron privilegio a las damas y pequeños.

Los “casacas rojas” permanecieron formados, inmóviles, con sus sables y tambores, mientras la marea se apoderaba del barco; así evitaron una estampida de nadadores que atente contra la estabilidad de los botes que llevaban a sus familiares. Sólo 193 personas vivieron para contar esta proeza caballerosa y corajuda que instauró el protocolo de “las mujeres y niños primero” en caso de hundimientos.

La catástrofe del Wilhelm Gustloff

El siniestro más grave de la navegación comercial aconteció el 20 de diciembre de 1987 cerca de la isla filipina de Leyte, por el choque entre el transbordador Doña Paz y un petrolero. Murieron más de 4.300 personas. Y la mayor catástrofe en Europa tras la II Guerra Mundial es la del paquebote Estonia, que el 28 de septiembre de 1994 zozobró en el Báltico con 852 almas a bordo.

Pero, lo sucedido el 31 de enero de 1945 con el transatlántico Wilhelm Gustloff es considerado la fatalidad más mortífera en alta mar. El navío de la Alemania nazi, de más de 200 metros de longitud y 25 mil toneladas, fue derribado por torpedos lanzados por el submarino soviético S-13, con más de diez millares de viajeros en su interior y cuando estaba navegando por alrededores de la isla danesa de Bornholm.

Las explosiones y las bajas temperaturas del agua y el exterior se encargaron en 55 minutos de mandar el bajel al fondo del mar y de apagar la existencia de 9.343 personas, la mayoría mujeres y niños, refugiados que escapaban del ejército rojo en medio del conflicto bélico que enlutó al orbe entre 1939 y 1945. El comandante del S-13, Alexander Marinesko fue declarado Héroe de la Unión Soviética en 1990.

En otra vereda se sitúa el accidente marino más absurdo. Involucra al barco SS Eastland, que el 24 de julio de 1915 se hundió a metros del puerto de Illinois, al llevar a empleados de la empresa Eléctrica Occidental. La desgracia se produjo porque los dueños no sumaron al peso de los pasajeros el de los cientos de botes embarcados para evitar el destino del Titanic, que no llevaba naves suficientes.

El detonante fue un torneo de canoas que se libraba cerca. Cuando centenares de curiosos se arremolinaron a la izquierda del gigante de metal para disfrutar el evento, éste se volcó y provocó el fallecimiento de 845 individuos que quedaron atrapados en el fondo del agua o aplastados por el armatoste. “Era como si se tratara de una ballena que va a tomar una siesta”, graficó el escritor Jack Woodford.

Los accidentes fatales de cruceros similares al Costa Concordia tienen un espacio especial en la memoria de historiadores y marineros. Como el transatlántico español Príncipe de Asturias, que se embarrancó en costas brasileñas el 6 de marzo de 1916, y dejó 440 decesos. Un caso reciente es del Bulgaria, que en julio del año pasado zozobró en el río ruso Volga, cerca de Tatarstán, llevándose en su interior a 122 pasajeros.

Otros estuvieron signados por la buena suerte. En febrero de 2001, los 1.706 ocupantes del lujoso Mistral francés fueron rescatados a tiempo en la isla caribeña de Nevis. El 23 de noviembre de 2007, el Explorer se hundió en el Antártico, en las proximidades de las islas argentinas Shetland del Sur, tras chocar contra un iceberg: los 154 viajeros sobrevivieron a la tragedia.

El 17 de febrero de 1986, el buque de placer soviético Lermontov vivió una pesadilla parecida a la del Costa Concordia. Las pesquisas apuntaron al piloto, que al estilo de Schettino quiso ofrecer a los pasajeros una vista única de la costa del estrecho neozelandés de la Reina Carlota. La imprudencia provocó la colisión con un arrecife, que se comió 15 metros del casco. De 743 personas, murió sólo una: el ingeniero de refrigeración Pavel Zagliadimov, cuyo cadáver no fue recuperado. La clave estuvo en la evacuación y el salvataje impecables y, claro está, con un capitán que permaneció en la cubierta.

Otras naves no sólo se llevaron vidas, también tesoros. Una que salió recientemente a flote es de la fragata española Nuestra Señora de las Mercedes, que se fue a pique en 1804 con más de 250 vidas y medio millón de monedas de oro y plata, tras el ataque de cañones de varios buques ingleses en territorio portugués.

Dos siglos después, el 2007, la riqueza fue rescatada por la empresa de cazatesoros Odyssey. No obstante, un tribunal estadounidense ordenó hace poco la devolución a España del mayor botín jamás encontrado bajo el agua, ya que la embarcación era parte de su Armada.

A 100 años del naufragio del Titanic, se alistan travesías para rememorar el trayecto, con paquetes que incluyen el menú del buque y hasta disfraces de pasajero de época. Y se suman las catástrofes marítimas, que este mes han enlutado a Turquía, Malasia, Papúa Nueva Guinea y República Dominicana. Por ello, muchos ya hablan de la “maldición del centenario”, aquella que recayó en el Costa Concordia.


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